La música nos muestra qué somos y no tiene que ver con el mensaje del que la hace, sino con el saber del que la interpreta.
"Yo si estaba en onda, pero luego cambiaron la onda. Y ahora la onda que traigo no es onda, y la onda de onda me parece muy mala onda... y te va a pasar a ti".
Los Simpsons también supieron hablar del rock y la brecha generacional.
Por supuesto que mi idea no es ofender a quienes hacen estudios relevantes para la ciencia y la sociedad. Pero realmente, en cinco minutos, podés saber mucho más leyendo en redes sociales que lo que se tarda en hacer una cadena evolutiva, para encontrar dónde se perdió el eslabón de la empatía.
Cuando se futboliza algo tan universal como la música, la grieta no hace mea culpas, sino que se encarga de usar las opiniones más ambiguas para medir quién la tiene más larga. En ese sentido, quedamos expuestos a los fanáticos de los mismos argumentos de hace treinta o cuarenta años, sumergidos en la necesidad de justificar que todo es una mierda, que las cosas buenas y duraderas “eran las de antes”. Antes, no es ahora. Y si tu “antes” no se sostuvo en el tiempo, podrías colaborar replanteando en qué ayudaste para que ya no sea el mismo.
El rock no murió porque un pibe que improvisaba en la esquina de la casa con los amigos, hoy le canta su posta a miles a través de plataformas digitales. El rock se siente apichonado frente a cualquier nueva tendencia que demuestra que se puede tener reconocimiento sin saber lo que es un bemol, una corchea o un riff. Es el mismo carácter para aplicar la falta de autocrítica cuando se deja de entender cómo es que vira la industria musical. Y es que fue a mí a quien borraron de la lista de amigos, un músico que se enojó porque le dije que todo bien con el amor al arte, pero los aplausos no pagan la factura de gas, de luz y de teléfono. Posiblemente nunca lleguemos a pensar igual, pero sostener la parafernalia de hace tres décadas, justificando lo que conllevaba concretar tus fechas en Cemento yendo a la puerta para hablar con Chabán, es una negación retrógrada frente a quien en una época totalmente diferente encontró su forma de expresarse.
En parte también, el paradigma del rock quedó atravesado más por los consumidores que por los actores. Las banderas del espíritu rebelde dejaron de agitarse por la lucha y la justicia social, para denigrar todo lo que no sientan que vaya por el mismo camino “moralmente correcto”. Las representaciones se crearon en base a estereotipos que creyeron poder mantener el discurso frente al recambio generacional. Pero es inverosímil no aceptar un momento de autocrítica, cuando se pregona como injusto el éxito del músico que quizá no sepa tocar la guitarra. Yo no toco ningún instrumento y vivo de la música. ¿Tendré algo de mérito o se encontrará la veta para criticarme?
Nos hacemos desde abajo. Llegamos de formas diferentes, crecemos, nos equivocamos y aprendemos. Opinamos mucho, comparamos aún más. Tirar la piedra y esconder la mano, no sirve si se trata de sentirse complacido de que la culpa siempre es de otro. Si algo “no es rock”, el que se encarga de recriminar es el rock. Si no me gusta Spinetta (¡por ejemplo!), es el rock el que me salta a la yugular. Pero atención, el problema lo tiene el otro.
Cargarle el peso a alguien más, es no percibir los propios errores. Los nuevos pilares que mantienen la estructura de la industria musical, ya nada tienen que ver con aquellos que forjaron cada uno de los que se llaman referentes. Esa desvalorización que termina predominando, es un conjunto de hechos, pensamientos y acciones, que tranquilamente pueden reivindicarse empezando por uno mismo sin la necesidad de señalar a quien vio una ventaja y la aprovechó.
¿Y qué más paradójico que aprovechar una ventaja que el rock interpela? Demostrar que se está del mismo lado de quien que te juzga y que, para colmo, a quien se le dio la máxima autoridad, te diga que tenés todo su apoyo. Ninguno apeló a la envidia ni al reconocimiento.