En la década de los 80 el rock resistió contra la dictadura, la de los 90 fueron el resurgir del barrio, el cambio de siglo trajo la movida tropical consigo, pero, ¿qué reflejan los últimos 10 años? Radiografía de un futuro que no le sorprende a nadie.

Decir que, luego de los británicos y los norteamericanos, los argentinos somos la tercera potencia musical ya no debería asombrar a nadie. Es un hecho y una realidad. Pero como dijo el tío Ben a un joven e inexperto Peter Parques: “un gran rock conlleva una gran musicalidad”, o algo así.

Poder y contrapoder, cultura y contracultura, hegemonía y antihegemónia, y podemos seguir. La asimetría del poder y quién lo ostenta no le escapa a nadie, ni a nosotros ni a quien pone los acordes de las grandes canciones de nuestra historia.
¿Pero qué tiene que ver la historia de la lucha de clases y “esto que goteo”?
El rock, y la música en gran parte de la historia, se presentó como la contracultura, como el último bastión de la resistencia, como una respuesta al establishment. Luego fue fagocitado y vomitado como parte del mainstream y hacia ahí vamos.
Serú Girán se fue a grabar a Brasil un disco contra la dictadura, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota nos regalaron su rock artesanal hasta el último día sin casarse nunca con nadie, los Pibes Chorros retrataron sin ponerse colorados cómo es la vida saliendo del ghetto, Los Piojos y Los Ratones Paranoicos le dieron a la fiebre stone la posibilidad corpórea de ser argentinos. En “Homero”, el Pity Alvarez puso con sencillez y cierta dosis de ternura las penurias del laburante yendo a ganarse el pan. El punk y el metal argentino merecen su propio multiverso y así podemos seguir; el muestrario social es tan grande como el catálogo del rock argentino, de ayer y hoy o no tan hoy… les juro que les voy a explicar. Eventualmente llegaremos a alguna parte.
Corramos el telón, no seamos como grandes instituciones del fútbol argentino sin barrio y no vivamos más del pasado. ¿Qué pasó los últimos 20 años?

Si el futuro pinta neoliberal, negacionista, antivacunas, terraplanista e incel, algo estamos haciendo mal. O TODO.
La primera gran señal que no vimos fue el indie. Indie entendido como un sonido y no como filosofía. Él Mató a un Policía Motorizado abrió las puertas del sonido melódico-depresivo. Se abrieron las compuertas y apareció el manso indie con Usted Señálemelo, Perros on the Beach, Mi Amigo Invencible y Las Luces Primeras, entre algunos. La versión porteña estuvo a cargo de Bándalos Chinos y esa fue la génesis de la empanada en frasco, pero aquí me limitaré a hablar de música. El resultado fue una musica sosa, con una pasteurización total que no subió ni bajó la vara. La dejó ahí, al alcance de cualquier pancho con cubase y plata para pagar un prensa.
La segunda señal, que tuvo a favor primero la pandemia y luego todo el aparato mediático por las grandes figuras que supo lanzar, fue el Trap Argentino. Un género en sí mismo, que copó el semillero de artistas argentinos y que, posteriormente, tuvo el reconocimiento absoluto de la comunidad “artística” hispanoparlante con figuras como Bizarrap, Duki o Nicki Nicole, entre tantos otros. Beats grooveros pero sin corazón, letras completamente triviales que comparten junto al reggaeton gran parte de su prosa y vocabulario y figuras bastante pecho frío.
Los grandes tanques como Divididos y La Renga son en este momento parte de la exhibición del museo de lo que fueron. Carlos Solari de retirada, Babasónicos llenando el hipódromo de Palermo y otras bandas tratando de sobrevivir en tiempos en los que el algoritmo de Youtube, Spotify e Instagram dictan por dónde va “el negocio”.
Nuestra música, nuestros referentes y el contenido de nuestras conversaciones en un punto está supeditado a lo que suena y lo que escuchamos. Lejos de ser el problema, los traperos tampoco son la solución y mientras el rock decide si decir que murió es la mejor estrategia, la batalla cultural se torna amarilla y se curva. Los openings de anime y los cosplayers avanzan, los carniceros son sus propios carneros y los verduleros sus propios terratenientes. Quizás pensar que el mejor camino en la vida era aspirar a pegar un canje no está siendo muy saludable para nuestra nación y gente que vivió algo de rock en su juventud y no es tan nocivo como sí para quienes creen que la economía es ver un par de tik toks de un esquizofrenico con peluquín.
Los medios de comunicación, los que difundimos cultura y música, hagamos nuestra parte y resistamos en las trincheras del rock, hay lugar y sobran bandas. Dejemos que los YSY A, Paulo L*ndra y Nathy Peluso terminen de macerar y se disuelvan. Hay un futuro y, en parte, depende de nosotros a qué le damos espacio.
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